miércoles, 7 de mayo de 2014

CARTA A MI HIJO UNIVERSITARIO: SOBRE EL CORAJE

Querido Bruno: No puedo consolarte diciendo que yo no pasara por idénticos momentos de desánimo estudiantil. Imagino que cualquier universitario ha transitado por esos malos ratos. Echar muchas horas, redoblar los esfuerzos porque una determinada materia resulta abstrusa y preguntarse al fin de la larga jornada ¿para qué me va a servir indagar sobre transductores acústicos cuando haya cumplido los cuarenta? La respuesta fácil es decir que no te servirá para nada. La respuesta certera es que ahora mismo no puedes dar una respuesta exacta. Si, ya sé, esto parece un comentario de filosofía, disciplina a la que no le tienes mucho cariño. Muy a mi pesar, debería añadir. Pero éste es otro cantar.

No sé si te sirve de ejemplo, pero cuando yo tenía 21 años como tú –perdona, veinte, siempre me lío con tu edad, después tu madre se ofusca por esta desmemoria mía con las cifras- también me peleaba con una retahíla de asignaturas que, todas juntas, al menos eso pensaba entonces, no valían un chavo. Eso que tenían nombres más glamourosos que Tratamiento Digital de la Señal o Electrónica Analógica. ¿Cómo pude llegar yo, qué disparate, a pensar que estudiar “La interpretación de los sueños” de Herr Sigmund o la dialéctica hegeliana eran aburridos? Pues lo eran. Vaya muermos.

Más si cabe, cuando la vida real en la calle –Madrid a mediados de los setenta- era un hervidero. Desde ir a esotéricas sesiones de cineclubs universitarios hasta salir por piernas de un concierto de Adolfo Celdrán antes de que empezaran los palos. No necesitábamos aulas, ni aburridos profesores de marxismo y mucho menos lecciones de pintoresca filosofía tomista. Estaba convencido que aquellos profesores tan soporíferos, amén de tendenciosos (o al menos así lo pensaba), aquellos apuntes en ciclostil desencajado, aquellas horas de duermevela –yo era más bien de levantarme pronto- para aprobar en el último minuto no me servirían ni a los cuarenta, ni a los cincuenta. Ni cuando llegara, qué iluso, la eterna armonía en el mundo obrero.

Pero me sirvieron. Vaya que si me resultaron útiles. El caso más patente era el de una asignatura, del profesor mejor ni hablar, que se llamaba Metodología. Cosas tan elementales sobre cómo citar un libro, cómo ordenar un párrafo, modalidades para hacer fichas de lectura. Te prometo que, incluso más que Freud y Marx o los Santos Evangelios, pocas cosas me han servido más en la vida que las explicaciones metodológicas del pelmazo de Manuel González. Todo ello para decirte que la utilidad del aprendizaje no se transforma, arte de birlibirloque (este vocablo es genial para un wasap, ja, ja), en resultados, inmediatamente, en la vida real. Pueden pasar años, lustros y décadas antes de que algo que aprendiste con veinte años te sirva en la vida.

Peor, o mejor aún, depende como se mire, lo más curioso es que, muy posiblemente, no te resulte útil para aquello para lo que lo estudiaste. Las cosas que aprendas ahora en “Señales y Sistemas”, por poner un caso, ¿Quién no te dice que dentro de treinta años te sirvan para descubrir un exoplaneta emisor en el rincón más alejado de la Vía Láctea? ¿No era entonces más remota la posibilidad de que las aborrecibles y aborrecidas clases de Metodología me hayan servido treinta años ¿o son cuarenta? después para escribir el Pregón de Semana Santa de Águilas, villa marinera de la que entonces no tenía ni la más remota idea de su existencia?. Voilá, -perdón, voilà, algún día llegaré a aprender a poner correctamente los acentos en “frenchi”- por lo que concierne a la utilidad de las teorías académicas.

Independientemente del asunto de la utilidad, y con toda seguridad mucho más importante –y esto no sólo vale para el aprendizaje universitario- reside en esa cualidad del carácter que te llevará a la excelencia. No hablo sólo de aquella que puedas obtener en la universidad. Hablo en general de esa cualidad que, en mi modesta opinión de mal padre, te guiará al éxito en la vida. Se trata del coraje. De llegar al último final de los caminos por los que la vida te lleva. O te llevará. Como decía, Chuck Close, un famoso artista del foto realismo: “La inspiración es para aficionados, para el resto de nosotros, se trata de levantarse por las mañanas y empezar a trabajar” (“Inspiration is for amateurs — the rest of us just show up and get to work).

Notarás que he forzado algo la traducción del inglés (para algo te tiene que servir saberte de memoria las canciones de Credence Clearwater Revival, una pequeña herencia, por vía paterna, de exquisito gusto, por lo demás). Lo he hecho a propósito porque nuestro amigo Chuck sufrió una hemiplejía derecha, como se suele decir, en la flor de la vida, lo que restringió muchísimo su capacidad para trabajar. También era pintor, pero se las arregló para buscar métodos alternativos. Así, aunque te parezca exagerado, se ataba los pinceles a la muñeca para poder seguir pintando.

Obviamente, tú no necesitas anclarte a tu mesa de estudio. Afortunadamente. Entre otras cosas porque tienes una excelente disciplina de horarios, digna de todo elogio y de la que me siento muy orgulloso. Pero seguro que has pillado (por usar un vocablo que te gusta mucho) la moraleja del ejemplo. Esta importancia de disponer de un fondo insondable de agallas les concierne incluso a los genios. A la excelencia sólo se llega a través de la dedicación y el esfuerzo. Y si no pregunta a tu amigo Paco. Tiene una mente privilegiada, de los pocos genios que yo he conocido (¡con catorce años me volvía loco con sus teorías de astrofísica!) y, no tengo ninguna duda, para ser el primero, vale, el segundo, en la carrera de Medicina de la Universidad de Murcia, no lo será por inspiración divina. Seguro que lo consigue a fuerza de ímpetu y con determinación.

Ya que estamos con citas, a ver que te parece ésta: “El coraje es la capacidad para apuntar hacia objetivos lejanos, con pasión y perseverancia. Determinación significa fijarse objetivos a largo plazo y trabajar duro para lograrlos. Coraje es vivir la vida como un maratón, no como un sprint”. Me gusta la palabra coraje, aunque hay muchos sinónimos, me parece una excelente traducción del original “grit”. Incluso lo mejora. A ti, que se te da bien el francés, s’accrocher, endurance, courage van en el mismo sentido. Y si lo matizamos con pasión y perseverancia, difícil encontrar un mejor concepto para completar la definición.

Y ahora, te preguntarás ¿de dónde viene esa valentía? Ciertamente desde dentro. De uno mismo, de nuestra propia intrepidez. Aunque también, y esto te puede resultar raro, el ímpetu y el denuedo puedes encontrarlo a tu alrededor. Acaso no hay que buscar ejemplos tan dramáticos como el del “pintor-con-el-pincel-atado-a-la-muñeca”, mirando alrededor es fácil hallar casos más sencillos y cercanos. Puede ser que encuentres el valor en alguien, aparentemente, insignificante que pasa a tu lado, o quizás en otros tipos más heroicos, de los que te gustan a ti, como Han Solo o el señor don Frodo. O simplemente, como me pasó a mí, sea un instante muy preciso. Casi infinitesimal. De esos que –cuando tengas muchos más años- recordarás para siempre. Te lo cuento y acabo antes de que me llames “pesao” por enésima vez.

Yo debía de tener, sí 20 años, ¡qué casualidad! No estaba en la universidad puesto que era verano del 76. No recuerdo el día exacto, pero seguro que era principios de agosto, un par de días antes de la fiesta del pueblo. Hacía un calor de muerte. Miraba al rastrojo, una tierra de apenas media hectárea que tu abuelo había sembrado de centeno. Me parecía infinita. Sólo por ver la miés a la que tenía que echar mano para cargarla en el carro de vacas, me entraban unos sudores fríos. El polvillo de las cañas resecas se te metía por entre la camisa y por más que te rascaras, no había nada que hacer. La tierra era áspera, así que los tallos de centeno estaban mezclados con lo que allí llaman cardos borriqueros. En la lindera del monte, el trigo se da muy mal, así que el centeno tieso y desabrido era la única cosecha viable.

Allí estaba yo reflexionando seriamente sobre si echar mano a la siguiente gavilla o sentarme a la sombra del carro, la poca sombra en varios centenares de metros a la redonda. Entonces ví a tu abuelo, como sabes es mi padre, que sin decir ni oste ni moste, se encorvaba una y otra vez, recogía los haces ayudándose con la curva metálica de la hoz y ¡ale! a la caja del carro. Aunque en aquel momento no se me pasó por la cabeza, lo cierto es que llevaba desde los 12 años, haciendo todos los agostos la misma faena. Cuarenta años. Nunca le oí rechistar, quejarse o desear un mundo mejor (ciertamente mi profesor de marxismo me hubiera dado un buen tirón de orejas –ya sabes, la tierra para quien la trabaja- por permitir en mi progenitor aquella actitud dócil y sumisa), pero lo único que me vino al caletre, recuerdo con perfecta exactitud el instante y el robledal, todavía existe, que tenía enfrente, fue: “Si mi padre ha tenido huevos para agavillar la puta tierra, de un mojón al otro, durante cuarenta años, yo voy a tenerlos para sacar con sobresaliente mi carrera de filosofía”.

Te puede parecer banal, pero aquella fue mi epifanía sobre el coraje. Casi mejor otro día te explico lo que quiere decir epifanía. Ya te he dado la vara bastante por esta vez ¡Que disfrutes del último cedé de “Muse”, del que no acabo de pillar la gracia! Nada raro, si piensas que de Luis Pastor me convertí a Mocedades. Un abrazote, campeón. 

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