lunes, 17 de septiembre de 2012

El Gran Bosque de Tokio

Mediados de septiembre. En la televisión nacional anuncian que la cola del tifón Mayumi, nombre de mujer, agitará sin piedad la bahía hasta mañana al amanecer. Las precisiones geográficas más que entenderlas las he adivinado. En efecto, el ojo con perfil de remolino que representa el huracán y su vorágine está bien plantado, anuncia el meteorólogo, entre la península de Chiba y el puerto de Yokohama. En algún indefinido píxel, por encima de la cercana Kawasaki, estoy yo, queriendo adivinar si la palmera del jardín se quebrará antes de los próximos treinta minutos, tanto se bambolea, frente a la tumultuosa ferocidad de Mayumi. Curiosa denominación femenina para un fenómeno climático claramente agresivo e incontrolable. (¿Masculino?). Los postes telefónicos, atiborrados de cables, tampoco parecen quedar a salvo del intenso vendaval.  El fundido en negro de la áspera tormenta, arrecia el aguacero contra el cristal de mi ventana, impide ver, hacia el norte, la Torre de Tokio posiblemente iluminada en esta jornada festiva. La ciudad, un monstruo inconmensurable de 80 kilómetros de ancho, parece haber sido tragada por la oscuridad, las ráfagas de viento y el temporal. Apenas si acierto a entrever el callejón que discurre al pie de mi casa. Todos los semáforos de la calle principal parpadean en ámbar.

Llegué aquí por la fuerza del destino, improbable fruto de la casualidad, encrucijada de la Providencia la llaman otros. Los primeros días, perfectamente tangible, este sentimiento de temor ante lo absolutamente ignoto, tentativas de ciego geográfico, queriendo, impacientemente, averiguar cuál es la calle que me lleva más deprisa a la estación. Apuntes mentales para recordar a que hora cierra el Haagen Dasz de la esquina. A los tres días ya reconozco las caras, turno de tarde, de los guardianes del orden en la diminuta estación de policía, a escasos metros de la estación de tren. En mi casa, a 14.000 kilómetros de aquí, solían usar la expresión “se ha hecho con la ciudad”. Unas semanas después de haber emigrado –doscientos kilómetros- a una industriosa urbe de la cornisa cantábrica. En eso estoy yo. En hacerme con la ciudad. Tras cuarenta días con sus noches. Como si divisara la Tierra Prometida desde la cima del Monte Nebo. Resplandeciente y fecunda desde el mismo instante que enfilaba la autopista elevada que me transportaba desde el aeropuerto.  Desde la cumbre de los veinticuatro años y toda la vida por delante. Hasta el infinito y más allá.

No resulta fácil ozar bajo la superficie pulcramente aséptica de estos rostros orientales. Ladinamente indefinidos. Tan comedidos, tan propensos a guardar las distancias. Ni siquiera, cuarenta “buenos días” después, la taquillera ha esbozado una media sonrisa. Mucho menos ha osado preguntar de dónde vengo, ni a dónde voy. Da por hecho que el billete simple de cercanías, tan amablemente expedido, pasaporte para elegir un destino al azar en veinte kilómetros a la redonda -me puedo cruzar, en teoría, con doce millones de habitantes, tirando por lo bajo- será durante los años venideros nuestro único medio de comunicación. Lo importante es el mensaje, no el mensajero.

 En el principio, todas las calles me han resultado abusivamente iguales. Dondequiera que he ido, la misma gente apresurada, revoltijo de tiendas familiares, supervivientes, claro sabor de la posguerra, en torno a la estación y pacíficos vecindarios interiores. Me pierdo, infaliblemente, en cada ida y en cada venida. Todos los rincones me parecen falsamente simétricos en la confusión de signos lingüísticos inconexos, en la falta de referencias a los negocios habituales. Me falta la panadería de mi plaza mayor infantil, la droguería de la calle mayor que nunca habité. La capital de provincias donde me llevaban para consultar al especialista del corazón. La metrópoli, tan inmensa a mis ojos infantiles pero que apenas ocuparía, aquí, en Omori, las decenas de manzanas que llegan hasta el templo budista de la colina, visible detrás del caos organizado de vías y raíles hasta Kamata, el siguiente apeadero de cercanías.

Poco a poco, Omori, el barrio del Gran Bosque, como se traducen literalmente los ideogramas que lo denominan, ha ido tomando notas distintivas, acogiendo especificidades que le han hecho inconfundible en mi lógica gramatical. De hecho, cuando me preguntan, no vivo en Tokio, habito Omori. Se ha convertido en mi barrio. Incluso en tan escaso espacio de tiempo. Ahora tiene una cierta identidad propia. Algo invisible a los ojos pero que le diferencia, con toda nitidez, de los otros centenares de barrios que conforman lo que, sin duda, es la mayor aglomeración humana del planeta.

Es una especie de obscuro objeto del amor, querer sin rostros, sentimiento sin nombres propios porque, ciertamente, no se puede amar la fila interminable de bicicletas delante del supermercado, aunque sea técnicamente estética, ni el cubículo intemporal del castañero de la esquina, ni siquiera las ruidosas noches de los viernes ahogadas en cerveza Kirin. Pero una pizca de inculturización básica empezó a tocar fondo cuando los pronombres personales llegaron a ser lenguaje común. Mi calle, mi tienda de sushi, mi taquillera. Mi Mayumi. Con el tiempo, no sé cuánto, podré decir con los viejos de mi aldea mesetaria que me he hecho con la ciudad. Aunque, obvia decirlo, querré decir con mi barrio del Gran Bosque.

En realidad son tres barrios bien distintos. Está el barrio turístico, el más alejado, ya en la periferia geométrica, no la administrativa, sino la puramente práctica, lindando con los confines de la bahía de Tokio, el antiguo aeropuerto de Haneda y la desembocadura del río, de cuyo nombre nunca me acuerdo. Hasta allá, se hace propósito de ida sólo las mañanas de domingo. Para perderse en la masa que saca fotos a destajo de cada instante fugaz y vislumbrar los escasos restos de naturaleza, agazapados entre la autopista y los tendidos telefónicos. Siempre por los aires. Dicen que más fáciles de reparar en caso de terremoto. Sea.

Situado sobre una colina, está Honmonji, el templo budista de los noventa escalones y la pagoda de siete plantas más antigua de la región. Calma absoluta. Un grupo de escolares corretea por el jardín anexo, de fondo los mantras monocordes de los monjes a la búsqueda del supuesto auxilio divino. Y en primavera, su intratable belleza de cerezos en flor almenando el cementerio que lo circunda. Me siento y espero, por una vez con tranquilidad, que el futuro llegue. En un arbusto sin hojas, los peregrinos han entrelazado pedazos de “origami” con sus mejores deseos. Exámenes, trabajos, amores, salud. Hay en las cercanías un estanque para pescar carpas, pero “por favor, una vez pescado el pez, devuélvase al agua”, reza -muy a propósito el verbo para tal lugar- el letrero. Al cabo de un año son pocos los peces que han dejado de picar en una caña u otra. Hay que hacer cola para ocupar un puesto de pescador. Aunque sea de pega. Debe ser una tragedia para un pez morirse de puro viejo con las agallas repletas de cicatrices. La ecología geriátrica en perfecta combinación con la cultura del ocio.

Algunos, más devotos, penetran en el recinto interior del santuario, se inciensan –llevando sus manos, recién palpado el humo perfumado que sale del pebetero situado en el acceso- su partes doloridas y oran brevemente, confundidas sus oraciones con las de los monjes que repiten incansablemente, letanía ininteligible, sus rítmicas plegarias. Parece increíble, pero todavía se puede encontrar por algún dónde vecino ciertos restos de aquel “érase una vez”. Cuando Omori era un tradicional barrio de pescadores que alimentaba al Tokio imperial, antes del desastre monumentalmente aniquilador de la II Guerra Mundial. En algunos canales semiescondidos que desembocan en la bahía se topa uno con la imagen familiar de los pescadores, de los de verdad, no los aficionados domingueros, sobre todo a primeras horas de la mañana, desenmarañando chicharros y anzuelos. Todo esto a sólo tres kilómetros del centro metropolitano. Ginza, con su aura comercial, y el Palacio Imperial a tiro de piedra. Pintorescos botes en azul, rojo y verde atracan de espaldas al tráfico, a la crisis energética y a la contaminación que ensombrece otras partes del monstruo.

Más cerca, está el barrio comercial, la expresión vital del alma japonesa, del alma material, se entiende, si la aseveración es metafísicamente posible. Es la calle que discurre paralelamente a la estación de tren. Posee la popular algarabía y colorido oriental matizada con la pulcritud japonesa. Dominan, pese a todo, los tonos grises y discretos, las mercancías exhibidas en perfecto orden de revisión. Aunque algunos comerciantes no pueden evitar el fácil reclamo del neón destellante y las baladas melancólicamente amorosas del cancionero tradicional nipón.  Hay espaciosos comercios, grandes almacenes que ocupan la parte más cercana a la entrada. De hecho, para acceder a la estación hay que atravesarlos. Sin embargo, las diminutas zapaterías, las boutiques de material de escritorio y caligrafía china, las farmacias de medicina tradicional se las apañan para sobrevivir entre restaurantes y boleras.

Exactamente lo mismo que hacen los peatones. El problema no es invadir la calzada inconscientemente, al contrario, aquí las bicicletas acostumbran a circular por las aceras, así que ojo al peatón que viene de frente y oído al timbre del velocípedo que se acerca, peligrosamente, por detrás. Los días de fiesta, para acceder a las tiendas, hay que empujar. En las librerías, a los niños acurrucados al pié de los estantes mientras devoran aventuras cómicas y cósmicas. En los grandes almacenes, a las señoras con el niño cabalgando a sus espaldas, jamás en brazos, a horcajadas en una especie de talego, adaptado para que las madres puedan, las manos libres, manejar la bolsa de la compra cómodamente. Y pagar, claro.

Los días laborables, el acto de deglución humana, se realiza mayormente no en las tiendas, sino en la estación. La riada mecánica de pasajeros, interminable, entra y sale en las horas punta, cabizbajos los hombres con sus maletines negros, pensativas las mujeres con sus bolsos colgados, casi sin excepción, del antebrazo. Los andenes aún conservan cierto are fin de siglo, de hace dos, con sus columnas de hierro forjado y sus pasadizos de madera. Pero la puntualidad es tan absoluta y la eficiencia tan irremediable que el único hálito permitido a la nostalgia y a la poética son los anuncios de reposición de “Historia de Tokio”, la clásica película de Yazujiro Ozu, colgados de las paredes y el color, inmaculado azul, de los vagones de la línea Keihin Tohoku que llega hasta Kamakura.

Finalmente, está el barrio que veo todos los días. El que diviso desde la ventana, plomizo y adormilado los días de lluvia, brillante, pacífico y salpicado de árboles y casas bajas los días claros y con viento. Es el barrio de los tejados rojos y pizarra prefabricada, de la iglesia protestante en la diagonal de mi ventana, con su ladrillo colorado y su cruz de acero inoxidable. Mis calles. Desde donde puedo ver la torre de Tokio parpadeando al anochecer y Shinjuku, el corazón del monstruo, agitándose febrilmente en la distancia. Y si cierro los ojos, percibo el sempiterno olor a morisqueta –acaso insípido pero ciertamente no inodoro- procedente de la residencia de estudiantes situada al otro lado de la calle. Más cerca, justo a mi izquierda. sólo una pared nos separa, la adolescente de la casa vecina, Hiroko, Michiko, Masako, o comoquiera que se llame, teclea incansablemente a un fatigado Shubert. Asociado, indefectiblemente, al insólito perfume arrastrado por la brisa del Pacífico, para mí que soy de tierra adentro, todas la tardes de invierno.

Salvo hoy. Treinta y dos años después. El tifón de la memoria, con nombre de mujer, ha hecho desaparecer la ciudad. Y con la tormenta de la memoria se ha desvanecido, en la distancia y el olvido, mi barrio del Gran Bosque.  

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